- Hijo, hijo, ¡despierta! Ben Gurion
está hablando en la radio. Vístete, vamos. Todo el kibutz está reunido en el
salón principal.
Mi padre entró en la habitación y
encendió la luz.
- Pero, ¿qué pasa, papá? ¡Apaga la luz,
por favor! Estoy cansado, he estado todo el día recogiendo fruta en la
plantación. Déjame dormir –contesté, dándome la vuelta en la cama y enterrando
la cara en la almohada.
- Te doy dos minutos –me dijo,
destapándome-. Eitan ha ordenado que
todos los miembros de la comunidad acudan antes de las once. Hoy es el día, Guibor. Voy para allá. Dos
minutos.
Mi padre parecía muy excitado. Me
levanté y miré por la ventana. Varias personas corrían entre los barracones
lanzando vítores. Tanta agitación en el
kibutz sólo podía significar una cosa: el Estado de Israel estaba a punto de
nacer. Los rumores sobre cuándo se produciría la declaración de independencia
habían ido en aumento desde hacía semanas. Todos realizaban cálculos y
predicciones sobre el momento exacto en que tendría lugar. Yo aposté a que se
produciría en la fiesta de “Savohot”, a finales de junio, que celebra la
recepción de la Tora, la revelación de la ley judaica a Moisés en el monte
Sinaí. Creía que elegirían una fecha simbólica para la creación del nuevo
estado, algo que pusiera de manifiesto el derecho histórico del pueblo judío
sobre la tierra del mandato británico, pero me equivoqué. Aquel 14 de mayo no tenía nada de religioso
ni de histórico, pero cambió nuestras vidas para siempre.