martes, 16 de julio de 2013

UN CAFÉ PARA LLEVAR



Son las 8:30 de la mañana y amanece en Curitiba. Enciendo el primer cigarrillo del día mientras camino hacia la terminal de autobuses de Guadalupe, en el centro de la ciudad. El sol se asoma desde las azoteas de los edificios por primera vez en una semana. El invierno austral golpea duro en esta parte de Brasil. El sol del invierno es un sol tímido y pequeño. Sus rayos apenas aparecen durante unas horas algunas mañanas, lo suficiente para conceder una tregua en este clima frío y húmedo, pero no dura demasiado. Yo, particularmente, noto mucho su falta. Una parte de mí aún sigue en España, donde ahora es verano. El mes de julio en mi mente es el mes del calor mesetario, de las noches tendido en el césped de algún parque mirando las estrellas y de los paseos con mi perro por las dehesas que se extienden por los alrededores de Alcobendas, mi ciudad natal. Quizás por eso me noto más cansado y lento que de costumbre. Quizás también por eso he aumentado mi consumo de tabaco. Estoy en una cajetilla diaria, y subiendo. El humo de los cigarrillos calma la ansiedad que estos cielos nublados me causan.

Llego hasta la estación de autobús y arrojo el cigarro al suelo. Está prohibido fumar, a pesar de que se encuentra al aire libre. Veo mi autobús. Es uno rojo y alargado. A mi alrededor, veo a algunas parejas que se despiden con un beso antes de ir a trabajar. Otras personas desayunan sentadas en los bares que rodean la estación. Veo a niños que se dirigen a la escuela, tomados de la mano con sus padres. También veo a personas que se mueren. Veo gente que se muere todos los días. Es fácil reconocerlos: están en los márgenes de cualquier lugar al que miro. En los márgenes de la estación de autobuses, en los márgenes de las calles. En los márgenes del mundo.



Los veo de noche, protegiéndose de la lluvia bajo una marquesina con tres paraguas rotos a modo de barrera o caminando empapados y tiritando mientras la humedad se filtra hasta el tuétano de sus huesos. Los veo de día, solos y a veces en grupo, con la mirada perdida y la ropa sucia, algunos, los más afortunados, con una manta raída como única protección contra el frío, formando un cortejo de muerte. Aquí los llaman “moradores de rua”. Viven en la calle. Rectifico: mueren en la calle. La calle nos mata a todos, a diferente velocidad: a los que vivimos bajo un techo, a los que vendemos nuestro tiempo para pagar las cosas que nos mantienen a salvo, más despacio; a ellos, que cayeron en la trampa de la droga, que no supieron o no quisieron salvarse, más deprisa.

Esta mañana hay más “moradores de rua” que otros días en la estación. Algunos se tienden al sol. Otros deambulan entre los andenes. Me palpo los bolsillos en busca de unas monedas para pagar el pasaje mientras avanzo hacia el autobús. Sólo tengo algunos centavos, así que me dirijo hacia un cajero automático cercano. Aguardo mi turno tras un hombre de traje que se afana en recoger los billetes que salen por la ranura del cajero. Entonces le veo. Está a menos de diez metros, pero nos separa un abismo. El pelo le cae sucio sobre la cara. Lleva la adicción al crack tatuada en la escasa carne que le recubre las mejillas. Camina con paso vacilante hacia donde estoy, arrastrando una manta que lleva sobre sus hombros a modo de capa, más hoja seca que hombre. Se sitúa a mi espalda. “Chico, ¿tienes un real para mí?”, le oigo decir. Pero no me doy la vuelta. Saco un billete de veinte y me alejo de allí.



Cruzo el andén. La vergüenza comienza a apoderarse de mí. Le busco con la mirada y le veo acercarse a otras personas, en busca del real que yo le he negado, recolectando lástima, pero no dinero. Mi conciencia se despierta. “¿Y tú te llenas la boca hablando de socialismo, de justicia, de amor al otro? Se lo niegas y ni tan siquiera eres capaz de mirarle a los ojos.” Seguramente lo quiere para comprar crack, me digo. “Es probable. Y si quiere matarse, lo hará con ese real o sin él. Pero, maldita sea, ve hasta allí, compra un café al menos y dáselo. No es caridad. Es Humanidad. Hazlo”.

Voy hasta el bar más cercano y pido un café para llevar. Un real con cincuenta es el precio que pago por no asistir como espectador al drama de la existencia. El vaso me quema en las manos mientras le busco con la mirada. Recorro las tiendas de la estación hasta que le veo en un quiosco, hablando a la espalda de un hombre que, como yo antes, no le presta atención. Me acerco hasta él y percibo su olor. Huele agrio. Todos huelen así. Es el olor de la miseria, de la calle. Me pongo delante de él y le tiendo el café. “No quiero”, me dice, rechazándolo con un gesto. “Lo he comprado para ti”, le respondo. Mira el café y, tras unos segundos, lo coge. Le veo caminar hasta una esquina. Se sienta en el suelo y comienza a beber a pequeños sorbos, como si el líquido le hiciese daño en el estómago.

Vuelvo hacia el andén y me monto en el autobús. No me siento mejor. Una lluvia muy fina comienza a caer mientras el conductor arranca. Un grupo de "moradores de rua" se protege de la lluvia bajo el techo de una iglesia cercana, mientras se pasan un cigarrillo unos a otros. Sobre la vidriera de la iglesia hay dibujada una gran cruz. Dios está muy lejos de aquí, pienso. Dios está muy lejos de todas partes. Los hombres están muy lejos de los hombres. 



El autobús enfila la carretera y alcanzo a ver la esquina donde estaba sentado el mendigo. Pero él ya no está allí. En el suelo, medio lleno, está el café, como testigo mudo de un acto en el que nadie salvó a nadie.

JAVIER NIX CALDERÓN

1 comentario:

Carmela dijo...

"Dios está muy lejos de aquí, pienso. Dios está muy lejos de todas partes. Los hombres están muy lejos de los hombres."

Estremecedor.....