No recuerdo qué fue lo que me atrajo
de Jerusalén. Tenía dieciséis años y había caído en mis manos un libro sobre el
conflicto árabe-israelí. Lo leí con voracidad, sorprendido por la historia de
esta región tan convulsa, apenas un pedazo de desierto habitado desde los
comienzos de la civilización. Tres mil años de guerras, conquistas y saqueos que orbitan alrededor de un nombre: Jerusalén, la Ciudad Santa para
las tres religiones monoteístas más practicadas del mundo. Yo quería entender
por qué los hombres se mataban invocando a un Dios que era el mismo nombrado de
tres maneras distintas. Aún no conocía las conexiones económicas y políticas inherentes
a toda religión que impregnaban esa ciudad en mayor medida que ninguna otra.
Pensaba que algo debía poseer esa ciudad que la hacía única, algo más allá de
Jesucristo, las Cruzadas, la Cúpula Dorada, la Iglesia del Santo Sepulcro o el
Muro de las Lamentaciones. A mis dieciséis años, intuí que en la contradicción
que Jerusalén representa se encontraba la respuesta para ordenar el caos de la
existencia humana. Tras recorrer los rincones de la ciudad, ocho años después,
descubrí que Jerusalén no es la respuesta. En todo caso, Jerusalén es otra
pregunta. Quizás la última. La pregunta final.