martes, 6 de noviembre de 2012

LA FLOR QUE GRITABA ENTRE LOS FUSILES


No consigo desprenderme de esta sensación de irrealidad. Todo ha pasado muy deprisa. Apenas han transcurrido unas horas desde que llegamos a este hospital, pero siento que llevo aquí dos meses. La sala de espera en la que me encuentro parece un oasis de calma en mitad de un desierto de gritos y carreras continuas. A mi alrededor se agolpan decenas de soldados, pero ninguno me resulta conocido. Cada pocos minutos, aparecen unas enfermeras que se llevan a cinco o seis de ellos para la unidad de transfusiones. Falta sangre. Y faltará aún más, porque no dejan de llegar ambulancias. Me he ofrecido a ayudar, soy especialista en transfusiones sanguíneas, pero me tiembla tanto el pulso que no habría hecho otra cosa que estorbar. Me han aconsejado que me siente y descanse un poco. He vuelto a preguntar por Gerda, pero no me han dicho nada nuevo: “Estamos haciendo todo lo que podemos”. Sin embargo, el gesto de las enfermeras habla por ellas. Sé lo que ocurre sin que me lo digan. Está desahuciada. No albergo ninguna esperanza.

En la sala de espera reina un silencio absoluto. Los ojos de los soldados expresan derrota y una profunda decepción. La situación es de una gravedad extrema. Tras esta derrota, la caída del norte es inminente. Brunete ha significado el fin para el País Vasco, Asturias y Cantabria. La República tenía muchas esperanzas puestas en esta ofensiva. Nuestra única posibilidad era distraer fuerzas del ejército de Franco en el norte para  ganar tiempo, abrir la frontera con Francia y que entrase el material de guerra que tanto necesitamos. Pero de nada sirve lamentarse; ya todo está perdido. El contraataque de los nacionales ha sido feroz. Creo que ninguno esperábamos una respuesta tan contundente en tan poco tiempo.


Mi batallón ha sufrido unas bajas terribles. Nos ha tocado la parte más dura de la contraofensiva. Los aviones fascistas acribillaban nuestras líneas a placer, mientras disparábamos con nuestros fusiles al cielo cuerpo a tierra, pero era la lucha de David contra Goliath. El batallón McKenzie-Papineau, el orgullo del antifascismo canadiense, ha dejado casi de existir. Desconozco cuántos de mis compañeros siguen con vida. Creo que pocos, muy pocos. En la trinchera se amontonaban los cadáveres de mis camaradas mientras los aviones rugían sobre nuestras cabezas, arrojando su carga mortífera. Intenté salvar a los que pude, pero mis conocimientos de medicina son limitados. Soy el encargado de las transfusiones, no un médico de primera línea. Casi no tenía vendas, y mucho menos material quirúrgico. Me limitaba a suministrar morfina a los moribundos y a hacer torniquetes. Cuando el comandante dio la orden de retirada, la masacre fue casi total. El desorden de la retirada convirtió el campo de batalla en un inmenso puesto de tiro al blanco.


Gerda no se separó de mi lado durante el ataque. Cuando salimos de la trinchera, nos refugiamos en un hoyo provocado por la artillería enemiga. A nuestro alrededor se desataba el infierno. Yo estaba aterrado y ella, sin embargo, parecía ver el mundo sólo a través del objetivo de su cámara. Su valentía y su lucidez en medio de aquella vorágine de bombas y destrucción me dejó atónito: “Ted, hay que mostrarle al mundo lo que está ocurriendo. Pasarán años y olvidaremos todo, y lo que hemos vivido nos parecerá un sueño, y será un tiempo del que no convendrá acordarse. Pero algún día estas fotografías habrán de servir para juzgar la barbarie y la crueldad de unos años sangrientos. Confía en mí. Con las fotografías que acabo de tomar, Francia y Gran Bretaña verán por fin que Alemania no está respetando el Pacto de No Intervención. Esto es oro, Ted. Podemos ganar esta guerra”.

Estuvimos diez eternos minutos en aquel agujero. Le suplicaba constantemente que saliéramos de allí, pero ella parecía no escucharme. Sólo logré convencerla de salir cuando terminó todos sus carretes. Sonreía sin parar, llena de un optimismo que imprimía a sus movimientos una agilidad felina. Los aviones se habían retirado, pero yo estaba en estado de shock. Sólo podía fijarme en la espalda de Gerda, corriendo en zigzag, como había aprendido a hacer en el frente de Aragón. Me llevó hasta un bosque cercano, donde se sentó para poner en orden sus carretes. Allí, de cuclillas, con la guerrera desabrochada y el cuello perlado por el sudor, me pareció la mujer más bella que había visto nunca. Resplandecía entre el humo y el polvo levantado por efecto del bombardeo. En aquel bosque fui consciente de hasta qué punto la amaba. Estoy seguro de que ella también se dio cuenta, porque me miró de una forma distinta. Se puso de pie y cogió mis manos entre las suyas. Sus ojos transmitían esperanza. En medio de aquel caos, ella fue capaz de mantener la calma y aún más, de calmarme a mí. Jamás había visto algo igual. Mis camaradas canadienses son hombres aguerridos, veteranos de guerra, pero Gerda tiene el coraje de un centenar de hombres. Actuaba casi con temeridad, como si quisiera demostrarse algo a sí misma. Sé que odiaba ser conocida como la novia de Robert Capa, o aquel apodo que Hemingway le había puesto, “la pequeña rubia”. Su estatura no reflejaba el tamaño de su alma. En un mundo de hombres, ella tenía que ser más valiente que el resto para obtener su respeto.  "No me satisface observar los acontecimientos desde un lugar seguro. Prefiero vivir las batallas como las vive un soldado. Es la única forma de acercarse al corazón de las cosas: al corazón de la guerra y al corazón de los hombres".


Observamos una columna de vehículos y carros de combate que se retiraba por la carretera que salía de Brunete. Era nuestra oportunidad de ponernos a salvo. La agarré del brazo y corrimos, corrimos como si tuviéramos alas. Ella se reía, desafiando con el puño a los aviones nacionales en la distancia. Blandía su cámara mientras gritaba: “!Este es mi fusil! ¡Este es mi fusil, que hoy ha disparado la verdad! ¡Viva la República!” Tras unos  minutos alcanzamos la columna. Los soldados marchaban a pie con rapidez, intentando seguir el ritmo de los coches, tanques y ambulancias que avanzaban por los márgenes del camino. Había muchos heridos. Algunos, los que podían, iban a pie; los más graves iban en coches, sobre algunos tanques y en las pocas ambulancias que no habían sido destruidas. A cien metros vimos el coche del general Walter, jefe de las Brigadas Internacionales. Volvimos a correr hasta alcanzar el coche, mientras Gerda soltaba maldiciones por no tener carretes disponibles para fotografiar a los heridos.

Lo que pasó a continuación lo recuerdo como si estuviera en una nebulosa. Walter paró el vehículo y se bajó. Me fulminó con la mirada. Había desobedecido sus órdenes acerca de la permanencia de Gerda en el frente. Pero… ¿qué podía hacer? Gerda me suplicó que la llevara conmigo y no pude resistirme. Sabía que estaría en peligro, pero me prometí a mi mismo que cuidaría de ella y no le pasaría nada. El general soltó un bufido y nos indicó que subiéramos al estribo del coche. El coche volvió a arrancar y pudimos ver la cantidad de muertos que había en las cunetas, víctimas de los ametrallamientos de los aviones nacionales.


Gerda me miraba por encima del techo del coche, sin hablar. Había perdido la sonrisa, pero su rostro mantenía la determinación de unos minutos antes. Desde el interior del coche nos llegaban los lamentos de los heridos que el general Walter llevaba al hospital de El Escorial. Yo la sonreí, confiando en que pronto estaríamos a salvo. De repente se alzó un clamor doscientos metros atrás de donde nos encontrábamos, seguido por el zumbido inconfundible de los aviones en vuelo rasante. La columna se desorganizó completamente. El coche viró con brusquedad hacia un lado, tirándome al suelo. En aquel momento perdí de vista a Gerda. Tuve el tiempo justo para ver como un tanque se salía de la formación, embistiendo el vehículo por el lateral en el que se encontraba Gerda. Me puse a cubierto para evitar las balas de los aviones. Pasaron de largo y  me levanté. En ese momento, el tiempo se detuvo y el espacio se redujo al coche medio destrozado del general Walter. Aterrorizado, la llamé a gritos, pero no me respondió. Una multitud comenzó a rodear el coche. Me acerqué temiendo lo peor. El general Walter me detuvo. “Hijo, quédate aquí. El tanque ha atropellado a Gerda. Está muy malherida”. Le aparté y caminé hacia la multitud. Me metí entre los soldados y la vi.  La imagen de su cuerpo tirado en el suelo, con las piernas destrozadas, me acompañará el resto de mi vida. Estaba consciente, boqueando como un pez arponeado. Me arrodillé junto a ella y le acaricie el pelo, su maravilloso pelo cortado a lo garçon. Me miró sin comprender. Me musitó con un hilo de voz que guardara los carretes. Mientras los enfermeros la subían a una ambulancia a toda prisa, perdió el conocimiento. Me subí a otro coche y seguí a la ambulancia hasta aquí.

Cuando llegué, una nube de batas blancas había envuelto a Gerda. La subieron a toda prisa hacia una habitación de la primera planta.  Los médicos que la vieron se mostraron sorprendidos de que hubiera aguantado el viaje en ambulancia. Me examinaron y me enviaron a la sala de espera, en la que me encuentro ahora. Estoy aquí sentado mientras escribo estas líneas, y no entiendo qué me ha llevado a coger bolígrafo y papel para escribir, pero tengo la necesidad de contar esto mientras ella viva, como si a través de mis palabras pudiera infundir un poco de aliento a su cuerpo malherido. Una enfermera acaba de asomarse desde la habitación, llamando a gritos a los médicos. El final es inminente.


Gerda, no te mueras. Por favor, resiste. Me lo debes a mí, a Robert, a todos estos hombres que están dando su vida por la libertad. Tienes que vivir, ¿me oyes? ¿Puede tu alma escuchar los gritos de la mía? Aférrate a la vida como te aferras a tu cámara en las batallas. Si mueres, jamás me lo perdonaré, Gerda. Esta guerra te necesita, te necesita más que nunca, necesita más flores como tú que griten entre los fusiles. No te mueras, aunque tu nombre sea ya inmortal. Está amaneciendo, ¿lo ves? No permitas que este sea el primer día de mi vida sin ti. No dejes tu juventud en esta tierra que se dirige imparable hacia el abismo.

Las enfermeras están abandonando tu habitación. Una de ellas me ha preguntado si quiero despedirme de ti. He negado con la cabeza. No quiero ver tu cuerpo destrozado. Ésa no eres tú. Tú siempre serás la joven hermosa y valiente que me ha mirado a los ojos esta tarde en el bosque, ahuyentando el espanto de la guerra de mi mente, rebosando vida y amor por la libertad. Así te recordaré: bella, luchadora y pura.


Después de la derrota en Brunete, mi fe en que la República pueda ganar esta guerra se ha esfumado. He visto caer a demasiados amigos bajo el fuego y lo soportaba porque tu presencia junto a mí me daba ánimos, pero ahora que ya no estás, ¿cómo hacer frente a tanto dolor? He aguantado todo este tiempo por ti. Porque te he amado en medio la muerte y mi amor por ti es lo que me ha mantenido con vida. Sé que tengo que vivir para que otros conozcan tu ejemplo, para que el mundo sepa que una vez existió una mujer llamada Gerda Taro, que dejó su vida en el único país que se ha atrevido a desafiar al fascismo. Mi querida Gerda, soñamos con un mundo nuevo, y ahora todo me parece una pesadilla. Pero tu luz iluminó mi vida y sé que también iluminará la de otros. Mientras viva, no permitiré que esa luz se apague. Te amo, Gerda. Te amaré por siempre.

JAVIER NIX CALDERÓN

No hay comentarios: