sábado, 24 de diciembre de 2011

EN DEFENSA DE LA IMAGINACIÓN


Para Andrés y Laura, que están muy presentes en mi vida y en mi imaginación.

Nadie puede decir a ciencia cierta qué es la imaginación, ni cuándo nació, ni cuáles son los mecanismos que nos llevan a iniciar ese viaje por los mundos paralelos que existen a nuestro alrededor. No existe una definición exacta; tampoco podemos identificar el lugar de nuestro cerebro en el que se produce ese enganche en el que se mezclan realidad y fantasía, pero puede decirse que la imaginación es un reino de fronteras difusas dentro de las cuales todo es posible.

Para mí, la imaginación nació hace dos millones de años, el día que el primer ser humano se alzó sobre sus extremidades inferiores y se puso en pie. Aquel hombre observó una extensión de tierra que se perdía en el horizonte, inabarcable y salvaje, que se fundía con el cielo en la distancia. ¿Qué llevó al  primer hombre a tomar la decisión de bajar de la seguridad de los árboles a una tierra desconocida e inhóspita en la que a menudo moriría? Ese primer hombre examinó su entorno, el cielo nocturno lleno de estrellas, la trayectoria del Sol, que nacía y moría siempre en distintos puntos, las manadas de antílopes surcando la sabana, y se produjo un fogonazo en su cerebro. La imaginación emergió de entre la niebla del inconsciente, y echó a caminar. No entendía nada, pero cada cosa que descubría llamaba poderosamente su atención: el tacto de las rocas, el arrullo del sonido del agua de los riachuelos, los paisajes cambiantes, el frío de la nieve. A cada nuevo paso, su imaginación se fortalecía. Poco a poco, se reprodujo, transmitiendo a sus descendientes las cosas aprendidas y los sueños que recorrían su pensamiento. Así nacieron las leyendas, los mitos, los primeros dioses. La razón se adueñó de la imaginación, le puso bridas y se subió a su lomo, dispuesta a recorrer el mundo.



La imaginación hizo de la Tierra un inmenso cuarto de juegos. Aparecieron la risa y la fantasía, y el hombre quiso jugar con las formas, con los colores, con sus semejantes y con el resto de la vida con la que compartía su espacio. El miedo a morir, la conciencia del no retorno, llevó a nuestros antepasados a imaginar un lugar más allá del cielo y la tierra donde los muertos esperaban en paz a los vivos. Así nació la religión. Los brujos se adueñaron de la fuerza evocadora de las imágenes oníricas y establecieron los ritos, las danzas y los sistemas de creencias. La imaginación permanecía al lado del hombre como una presencia intangible, como el humo de los tiempos, como el testigo mudo del progreso de un animal que unos cientos de miles de años atrás se puso en pie y comenzó a explorar lo desconocido.
Surgieron después las artes, las ciudades, los edificios, el mundo tal y como lo conocemos. Como aquel primer homínido que se puso en pie dos millones de años atrás, los hombres comenzaron a observar el Universo, y temieron estar solos. Construyeron entonces cohetes y artefactos voladores para buscar un contacto más allá de las estrellas. Imaginaron que debía haber vida más allá de nuestra galaxia, que la vastedad del espacio no podía esconder un no a la pregunta de si hay alguien ahí fuera. Imaginaron también una vida sin dolor, una hipotética victoria frente a la muerte, y la medicina apareció para calmar la angustia y alimentar la esperanza de una vida sin sufrimiento.
Apareció el arte, y los poetas imaginaron caballos verdes repletos de versos; los artistas campos de girasoles del color del fuego y miedos que desfiguraban rostros hasta convertirlos en líneas sinuosas y alargadas, y los escritores otros mundos posibles alumbrados con la única luz del papel y la tinta. En ellos, la imaginación discurre suave, cadenciosa, a través de los espacios que deja libres la razón, revelando que todas las realidades fueron primero sueños que unos pocos se atrevieron a realizar.


Yo amo imaginar. Muchas noches, en mi cama, cuando noto mis párpados cargados, apago la luz y dejo a mi mente viajar. Me imagino a Federico García Lorca en Nueva York, con el reflejo de las luces de neón en sus ojos y su caminar indeciso por las aceras de Broadway. Imagino la sensación en mi mano de la suavidad de los campos de algodón. Imagino un barco atravesando en medio de una tormenta el Cabo de Buena Esperanza. Entonces mi razón se diluye, porque yo ya no soy yo, ahora soy un niño con una caja de pinturas que juega a dibujar unicornios, genios que salen de lámparas, soles en plena madrugada. Imagino que vuelo por encima de mi ciudad y en mis ojos están todos los colores del arcoíris.
De repente tengo cinco años y los delfines me hablan. Me dicen que el hombre no tiene límites y que seguirá siendo libre mientras permita a la imaginación jugar en el inmenso cuarto de juegos que es el mundo. Que volvamos permanentemente a la patria de nuestra infancia. Que sigamos siendo niños que juegan a estar vivos, que sólo así preservaremos intacto el ardor y la esperanza que acogimos en nuestros ojos el primer día que uno de nosotros se puso en pie. Que soñemos y vivamos en nuestra imaginación, porque la imaginación es el sueño del hombre despierto, la última frontera entre la plenitud y el vacío.



JAVIER NIX CALDERÓN

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